Rosa
Qué
paradoja. Se llamaba Rosa y le habían dicho que a una mujer no se toca ni con
el pétalo de una rosa, pero su marido la majaba a palos cada fin de semana.
Ella, magullada, lloraba y lloraba, agarraba a sus wawas, amagaba una fuga para
luego volver al lado de su verdugo. Una y mil veces. ¿Por qué?
No
podría decir que Rosa era trabajadora del hogar sino que de vez en cuando,
quizás como acto de sobrevivencia cada que su marido ebrio la golpeaba y le
negaba el dinero para alimentar a sus hijos, ella salía a buscar trabajo en las
casas vecinas, conseguía, trajinaba unos días pero luego volvía a su infierno.
Tres hijos, un par de mellizos. Su familia quiso darle un terreno y otra vida
en Cochabamba pero ella se negaba a dejar el círculo vicioso. Hace poco la vi
sonriente junto a él. ¿Por qué?
Dicen
que las razones son muchas. Que las mujeres se quedan porque, como Rosa, la
violencia repetida se vuelve aire que respiras y de tanto respirarlo, como el
gas que atonta y adormece, eres incapaz de encarar el conflicto porque en el
camino derramaste la autoestima y te hundiste en esa maldita relación de poder (le
llaman indefensión aprendida). Porque igual que Rosa, luego de los golpes el
golpeador se arrepintió, dijo que te amaba, le creíste o -peor- sentiste
lástima y entonces volviste a pisar el palito de la luna de miel como ritual cabrón
porque la golpiza pronto volvió para iniciar el círculo-chantaje otra vez, y no
eres capaz -no puedes, eres un trapo- de comprender que tienes el maldito
síndrome de Estocolmo en el cuerpo.
Cuáles
habrán sido las razones de Rosa, no sé. Pero las mías sí; quizás una, quizás todas,
quizás otras. Lo que sí sé es que un maravillo día dices Basta y te lanzas a
eso que parece un vacío y es el miedo; a eso que parece una fogata y es la
vergüenza de la hoguera social. Miedo a la indefensión, a pobrecitos mis
hijitos sin papá, a ti mujer desamparada, golpeada, vejada, desempleada, a
miles de miedos cabrones. Y vergüenza de confesarte golpeada. No es fácil despojarse de esa costra de vergüenza y
silencio, yo sé. A veces incluso tienen que pasar muchos inv(f)iernos, sí, pero
el verano llega, Rosa, llega. Y de ese arrojo vital nace una fuerza
imparable y el orgullo inmenso de ver a tus hijos sanos y fuertes, vistiendo una
camiseta que dice #NiUnaMenos. Y esa es tu mayor recompensa, Rosa, porque
cruzaste todas las tormentas de su mano y los hiciste enormes pero sobre todo
amorosos, confiada en que por lo menos el suyo será un círculo amoroso multiplicado
hasta tus nietos y los suyos, por los siglos y los siglos… Ojalá.
¿Por
qué jode todo esto? Porque la violencia se alimenta de la reiteración, la
violencia como pan de cada día se hace costumbre, se naturaliza. Y una mujer
que sufre violencia, que de entrada está hecha trapo -una telita incapaz de
sostenerse porque la violencia cotidiana la ha vaciado y no se valora, no se
ama, no puede siquiera pararse como tampoco puede largarse de allí- ¿cómo puede
entonces salir del círculo vicioso si la reiteración de la violencia, además de
su propio entorno, se refuerza en la vida cotidiana a través del discurso y las
acciones del propio Estado?
Porque
las leyes no bastan, son papel mojado. Porque el Estado dice y hace lo
contrario de lo que circunstancial y convenientemente pregona. Porque en los
hechos, el mismo jefe de Estado maltrata a las mujeres al considerarlas cosa,
carne “perforada”, cuerpos a su servicio, embarazadas que llevan inscrito en su
barriga el slogan “Evo Cumple”, escupe sonriente, sin saber que así, de ese
modo tan “chistoso”, tan “inocente”, tan “natural”, naturaliza la violencia
cotidiana otorgándole a la mujer ese lugar desechable. Más aún, lo hace con sus
propias ex compañeras negadas públicamente -“cara conocida”- y peor: el mismo Estado
socapa a flagrantes violadores miembros del partido oficialista.
Tristemente
se puede ir aún más lejos: desde los abusos grotescos del alcalde de Santa Cruz
ante los cuales la sociedad cruceña apenas dijo mu, pasando por el discurso de los
medios de comunicación que rebalsan mujeres reducidas a cuero, hasta las
propias mujeres que rodean al Presidente y festejan sus monerías machistas,
legitimando el discurso de la violencia como lluvia ácida que empapa y atonta.
De ahí que tanta gente, hombres y mujeres por igual, nos mirara pasar marchando
con los cartelitos de #NiUnaMenos el pasado miércoles 19, como oír llover, el
rostro impávido, atontado.
Quizás
como Rosa, aún no se animen a poner el cuerpo para decir Basta, pero confío en que
como miles de nosotras, más pronto que tarde lo hagan. Y entonces inundaremos
calles, plazas, palcos y televisores gritando #NiUnaMenos, pero sobre todo
llenaremos casas, escuelas y corazones de cariño, sólo cariño… Ojalá.
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