Hola guapos


“Guapa, mira, oye guapa, que no, que yo no soy así, que tú me conoces. Mira guapa, yo te quiero, no me hagas esto. Tú me conoces, bonita. No soy de esos hombres que se juntan para tener hijos y ya. Guapa ¿me oíste?” Habla por celular. Sólo los amores podrían distraer a alguien en la fila de 80 personas que esperan –absurdamente esperan- entrar al consulado de la embajada de España en La Paz.

Es un hombre pequeño que compensa su talla con una gran nariz. Moreno, cabello negro, paceño con aires de rapero. Gorrita amarilla. Nadie lo ha visto en esta fila donde a las 10 de la mañana ya todos nos conocemos luego de haber pasado la noche juntos, desparramados en la vereda del frente, apoyados en la pared, abrigados hasta los huesos, sentados sobre cartones, tapados con una, dos, tres, cuatro frazadas. Este señor claramente acaba de llegar. Se ha “colado” a la fila pero como habla por celular creyendo que nadie lo oye y su conversación amorosa distrae, nadie le ha dicho nada todavía. Todavía.

Porque Augusta está pendiente y no se le va ni uno. Es la número veintitantos en la fila y sabe que tiene pocas esperanzas de entrar. Pero tiene. Por eso vigila atentamente a todos los que se aproximan a la puerta a lo que sea. No pueden. Augusta grita inmediatamente “¡A la fila! ¡a la fila! ¡Haga cola! ¡Toditos estamos desde ayer, haga fila!”  Y después sonríe para nosotros. Va y viene. Parece nuestra dirigente. Es alta y mastuca como buena cochala. Todos somos cochalas con escasísimas excepciones que saltan a la legua.

Los cochalas parecen expertos en el afán de la visa española. No es la primera vez que vienen. Muchos de ellos hablan essspañolísssimos ¡joder! A pesar de la noche en el freezer paceño -cortesía de la embajada española- se sienten en las puertas de su casa.

Una señora de cabello corto, jeans, zapatillas con banderita española, conversa con otro casi español como ella. Que vamos, que yo vivo allá hace más de 30 años, y que voté por Podemos porque… bla, bla, bla. Y que con mil euros de sueldo pues no me alcanza para comprar un terreno aquí, dice, como respuesta a la sugerencia de su nuevo amigo. Además: si no me interesa volver a Bolivia. Y siguen. Y lo suyo va de economía, de política, de desempleo, de bienes raíces. Hablan de las calles de Madrid como del barrio familiar. Conversan al sol, frente al consulado que es donde todos tomamos sol por turnos mientras alguien nos guarda el puesto en la fila sombreada y fría. El guardia acaba de manguerear el lugar, de modo que no te vayas a sentar -afear el paisaje- en las horas de espera que te quedan, además de toda la noche al hielo. El piso huele a mojado.

Al frente, al sol, hay un ex garaje de puertas abiertas y patio de entrada donde se ha instalado una oficina. “Of. 1” dice, aunque es la única y al lado tiene un internet. En la oficina atiende don Julio (su tarjeta dice: Lic. Aud. Julio César Castelo T.), su asistente y una muchacha, a cual más eficientes. Allí se hacen trámites para la visa a España específicamente y allí recibes el mejor asesoramiento posible. Todo. Te explican todo y te facilitan todo. Desde fotocopias, seguros, fax, fotos, llenado de formularios, asesoramiento legal, reservas de pasaje, reservas de hotel, pruebas de ADN (¿qué?, si ADN, pues parece que es un trámite común en estos afanes) además de guarda equipajes y baño, claro. El baño para más de 80 personas cada día, todos los días, personas que desde el día anterior se instalan allí con niños y duermen y despiertan y esperan hasta la una de la tarde, lo pone don Julio, no el consulado de España.

De modo que si a la fila llega algún “nuevo” ventilando las–sus- dudas, esas que debiera absolver algún funcionario español, todos le dicen: “Váyase al frente, allí el joven le va a explicar toooodo”.

Y en la fila, y en el sol, está María que llegó de Cochabamba esta madrugada y dice que su trámite es corto. Hace otra fila. Express. Dice que está mandando a su sobrino de 14 años con su mamá que está allá en Barcelona. Y el chico no quiere irse, que ya se acostumbró pero ella lo engañó diciendo que irá de vacaciones. Ya no quiere cargar con el sobrino. Y qué pasará con el chico porque su hermana en España ya se casó con otro. ¿Español? “Noooo”, protesta. “De aquí nomás. ¡Un borracho!” susurra y se ríe. 

En la fila, a la sombra, está Sergio, grandote, inmenso, cochabambino x 2. Parece la versión morena de un marine. Pantalón kaki full bolsillos, parca-rambo y zapatos cater pilar todo terreno, gorra roja con lentes espejados onda Miami vice. No me equivoco. Vivió en Gringolandia como albañil. Va a Palma de Mallorca donde sus hijos, ya profesionales, lo esperan. “No pienso separarme de mis hijos nunca más”, dice con absoluta certeza.

A todo esto ya falta poco para la una de la tarde y sólo han entrado seis personas que buscan visa. Todos –excepto seis- pasamos la mala noche al reverendo pedo. Durante toda la mañana la gente ha protestado de rato en rato para engañar al frío. Que qué barbaridad, que sólo tres han entrado, que ya van dos horas y la fila no avanza, que dice que están en reunión los españoles, que ¡a la fila! ¡a la fila! Y el marine cochabambino, tranquilo, despacio dice: "No protesten, en vano es. Ahora va a venir un policía español y nos va a tirar la puerta en las narices. Así hacen”. Entonces, todos lo escuchan, callan. Menos Augusta que va y viene y entre otras cosas se antoja salteña.

Como no hay ninguna esperanza de entrar porque soy la número veintitantos, me voy. Los dejo hablando de organizarse para pasar la noche esta noche, mientras los funcionarios del consulado de España –y ustedes y muchos nosotros- duerman plácidamente en sus camitas bien abrigados.

El petizo enamorado que hablaba por celular, de pronto, también desapareció. Su guapa le habrá dicho “Adiós”.

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