¿Cómo supiste que eras Dios?
- Querido Dios: –escribe un niño- ¿Qué quiere
decir que tú seas un Dios celoso? Yo creí que lo tenías todo.
Pues no, no es suficiente. Cuando se es
dios, todo queda chico.
Más aún, es posible que aquel dios lo
tenga todo pero sospecha no tenerlo o, como hacen los celosos, teme que su
amada(o) prefiera a otro. Es un ser inseguro. Y más. Hay dioses tan dioses que
necesitan a ese amante sólo para eso: para ser amados sin retribución alguna.
Se aman a sí mismos. Pura exclusividad, puro ego.
Los amores cocinados al fuego de la
política son quizás el cuadro preciso de esta relación ególatra entre el dios
celoso y sus súbditos creyentes ¿No es acaso la amada Patria el objeto amoroso
de los gobernantes? Algunos, sin embargo, a tono con los aires progresistas
empapados de diversidades étnicas, sexuales y plurimultis prefieren como amante
al Pueblo.
Hete aquí a don Juan Evo Morales, Primer
Amante del Estado Plurinacional. Corrijo: Primer Amado. Porque amante es quien
ama y este no es el caso sino al revés: se deja amar. ¿Por quién? Por sus
seguidores, sus creyentes, sus súbditos, aquellos que le amarran los huatos del
calzado que pisa la tierra por donde camina –si es que no levita-.
Hay dioses y dioses. Aquellos que se
fueron a meditar bajo la sombra de un árbol y les cayó el mandato divino y
aquellos que llegaron al trono pisando huesos, espada en mano. Ambos, sin
embargo, fueron endiosados por sus seguidores que, idolatreros caracoles, se
hicieron súbditos a la fuerza o, peor aún, por propia voluntad. Algún interés
tendrán.
¿Serán entonces los súbditos los
responsables de endiosar a un sujeto cualquiera? ¿En qué momento ese sujeto se
convierte en dios, un Dios? ¿Es el Pueblo idolatrero que al endiosarlo hace de
Él un sujeto inseguro, pendiente de exclusividad? ¿En qué momento ese sujeto endiosado
prescinde del Pueblo para amarse a sí mismo sintiéndose Dios?
Evo llegó al gobierno ya endiosado. No en
vano lo entronizaron en Tiahuanaco el mismo día de su asunción al reino de la
Nación. Por si fuera poco, aquello sucedió repetidas veces en una década,
tiempo suficiente para que Evo calzara cada vez más cómodamente el rol de Dios.
Porque práctica tenía: decidir quién vive y quién no en el paraíso Tropical es cosa de dioses. Lo que quizás no podía era imaginar que semejante cosa pudiese
algún día suceder: él, pastor de ovejas, luego rey de la selva, luego Dios. Ah…
Dios.
Un rol que Evo ha encarnado cada vez con
más entusiasmo y naturalidad: la imagen del autoritarismo patriarcal heredera
de los deseos de aquel dios cristiano que deseaba ser amado con carácter de
exclusividad. Un dios celoso. Un dios, por tanto, excluyente, intolerante.
Entonces, nada democrático. Una imagen adoptada por los siglos de los siglos a
lo largo de la historia, no sólo por los inquilinos del gobierno eventual sino
como gesto del poder mismo. Un poder ciertamente totalitario que llegó como
sopapo el mismo día de la boda, el día uno en que Evo Matapasiones se presentó,
no como un funcionario público al mando del gobierno del país de todos, sino
como Dios de los suyos.
A eso se añade una obviedad. El poder del
poder es un afrodisíaco perverso porque te engatusa, no te seduce para una
entrega, digamos, amorosa. O sea, te mama. Porque en la seducción política no
pierdes la cabeza –como en el amor- sino los estribos. Y es entonces cuando aquellos
sujetos endiosados confunden autoridad con tiranía. Pruebas rebalsan.
Evo endiosado ratifica la triste tradición
paternalista, luego autoritaria y, finalmente, dictatorial. Lo hace sobre los
hombros de aquel Pueblo caracol pero lo hace sobre todo contento. Dios se ama
a sí mismo. Y lo hacen sus Apóstoles, aquellos que lo ungieron en puertas del
Sol usando ayer y hoy su figura endiosada como escudo protector del banquete
celestial.
¿Cómo supiste que eras Dios?
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