Qué tienen ellos que no tenga yo, Jefazo



La Paz 05:00 am. Partimos rumbo a Orinoca, en el fin del mundo. No sólo busco una entrevista con el Presidente Evo Morales, quiero hablar con él. Gestiono la cita una y mil veces. Mientras espero, me lanzo hasta Illasavi, en la provincia Carangas de Oruro, donde llegas bordeando el lago Poopó por la izquierda o por la derecha, hasta el extremo sur oeste, en medio del desierto de arena y paja brava, seis horas de viaje mascando tierra. Quiero conocer su casa, su familia, sus vecinos. Quién sabe…, afrontar al mito. A ver qué de él puedo tocar antes de verlo. Toco todo lo que puedo, menos a él. Y es que la cita nunca llegó. El Presidente Morales, mortal como cualquiera, tiene algunas debilidades bastante obvias, una de ellas: los periodistas extranjeros, argentinos, mucho mejor. Como no soy ni una cosa ni la otra, hoy voy a qaikearme con usted, Jefazo.

Oruro 08:00 am. Calle Jaén 165. De camino al fin del mundo pasamos por la casa de Esther, su hermana, en la carnicería. No está, se fue a Orinoca. Su hijo es pasante de la fiesta de San Andrés. Qué casualidad. Nosotros vamos allí mismo. Comenzamos bien. Dos pájaros de un tiro y encima la esperanza de un milagro: entre los cientos de rumores que se confunden con deseos, tal vez el Evo vaya a la fiesta más importante de la comunidad, que se celebra en la punta misma del cerro Cuchi-Cuchi, allí donde su madre María Ayma subió a pedir la bendición de la pacha mama para Evo, el día que se fue al cuartel. Allí donde subimos con el corazón en la boca, arañando el camino que se chorrea al borde del precipicio, en busca de Esther. Cuando supieron que era periodista tuve que alejarme discretamente y lo antes posible. Me miraron como sólo ellos saben callar.

La entrevista con Esther sucedió luego de muchísimas gestiones intentadas por todas las vías posibles. Tuve que convencerla de que no era periodista de Unitel, de que conocía al vicepresidente, de que la entrevista con Evo estaba asegurada. Es más, acababa de volver del Chapare hasta donde fui persiguiendo al Presidente en un viaje maratónico.

Diciembre 2007, enero 2008. Pasé la Navidad y el Año Nuevo pendiente de la llamada que me otorgaría el privilegio de entrevistar al Presidente “probablemente en el avión”. Sigo esperando.

Miro a Evo en “exclusivas” con varios canales internacionales. Lo veo incluso junto a un cómico norteamericano. Veo el documental Cocalero dirigido por el ecuatoriano Alejandro Landes que logra meter la cámara donde nadie antes pudo y pregunto ¿Por qué el Presidente otorga tantas entrevistas a la prensa extranjera y no sólo desdeña a los periodistas bolivianos sino que además nos maltrata? La mitad de mi respuesta es la autocrítica. La otra mitad ratifica la paradoja nacional que Evo encarna: reniega del colonialismo y se derrite ante un par de ojos azules y acento extranjero. Evo está rodeado de periodistas extranjeros.

Ya me pasó con Cocalero. Qué privilegio. Ojalá hubiese podido estar ahí no sólo para registrar todo, con su permiso, sino para preguntarle todo lo que los bolivianos tenemos atorado en la garganta y en el corazón, sin su permiso. Pero no. Como Martín Sivak con el Jefazo. Una grabadora encendida en primera clase. Cómo se verá Orinoca desde el helicóptero…, todo pagado. Todo arreglado por el gobierno para acompañar al jefazo en cada viaje. Así no vale.

Lo que tienen ellos, jefazo, es que están maravillados con la epopeya. Yo también. La diferencia es que a mí me duele no hacerla posible y que se vuelva comedia. A ellos les importa el impacto del evento. Finalmente no tendrían por qué empaparse más. Escribirán un libro, filmarán una historia y se irán. Yo me quedo porque mi compromiso es éste y está aquí. Yo me quedo con …Un tal Evo, jefazo.

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