La presencia de la montaña
El
Illimani se está -es algo que no se mira.
En
el Illimani, el cielo es lo que se mira; el espacio de la montaña. No la
montaña.
En
el cielo de la montaña, por la tarde, se acumula el crepúsculo; por la noche,
se cierne la Cruz del Sur.
Ya
el morador de las alturas lo sabe; no es la montaña lo que se mira.
Es la presencia
de la montaña.
(Jaime Sáenz, Presencia de la montaña)
La Paz
es el Illimani. Los paceños alteños somos el Illimani. Y eso no es poca cosa.
Sin el Illimani los paceños andaríamos –si acaso pudiésemos- vaciados de alma; seríamos
almas en pena. Andaríamos –si acaso pudiésemos- huérfanos de identidad;
seríamos nadies.
No
puedo siquiera imaginar La Paz sin el Illimani. Es inimaginable pero
tristemente posible como novela apocalíptica de un futuro no muy lejano.
Imagino por ejemplo –apesadumbrada- contar a mis nietos sobre la hermosura de
esa montaña imponente allá a lo lejos, que alguna vez fue el fastuoso nevado Illimani,
como me hablaban a mí del Chacaltaya a fines de los años 80 cuando migré a esta
ciudad para siempre.
Todavía
recuerdo el frío de montaña de esta ciudad por entonces color ocre y azulada
que cuando era niña me hacía tanta ilusión pasear. Llegábamos desde Tupiza o
Cochabamba a visitar a la familia paceña de mi papá, como si viajásemos a Nueva
York. La Paz era la ciudad más importante del país, allí estaban los edificios
de ascensores, el Palacio de Gobierno y, claro, el Illimani. Esa presencia
majestuosa como el viejo de la tribu, el tata grande, el vigilante, el sereno,
el dueño de casa que invariablemente nos recibía como recibe al visitante
mostrándole, con su sola presencia, algo así como el linaje de una ciudad como
ésta, rodeada de montañas nevadas, de laderas empinadas y casitas de ladrillo amarradas
de un hilo a los cerros morenos de calles como serpientes y estantes silentes
pero de presencia tan imponente como el mismo nevado.
No sé
si era porque corrían los años 70 y vivíamos en dictadura, que la ciudad olía a
orden, paz y trabajo, pero yo tenía la sensación de estar en una ciudad donde
todo parecía marchar. No sabía, claro, que cientos de ríos como venas cargadas
de lucha, la atravesaban bajo tierra, silenciosas y, llegado el momento,
estallaban furibundas para escribir la historia. Tumba de tiranos. Eso lo supe
muchos años después, convertida ya en habitante paceña, cuando palpando la
ciudad entendí que la belleza de esta hoyada no era precisamente su fealdad, su
caos, su despelote, sino el latido de sus gentes. Para entonces, entrados los
90, La Paz y El Alto eran siameses y ambos reunían al país entero. Pero ¿qué
diablos hacía que al poco tiempo los migrantes nos sintiéramos paceños? ¿cuál
era el embrujo si al mismo tiempo esta tierra nos espantaba con su frío
inmisericorde?
La
montaña. La presencia de la montaña.
Porque
el Illimani no discrimina. El Illimani te recibe aunque no quieras, te mira aún
detrás de sus cortinas brumosas. Y ese es tu bautismo. Todo aquel que haya
(sido) mirado (por) el Illimani es paceño en algún lugar de su cuerpo. Así lo
vivimos aquí, cada día de nuestras vidas. Y aún mirándolo cada amanecer, cada
amanecer nos asombra, nos suspira, nos enmudece. Lo fotografiamos mil veces
como si fuese la primera vez, enamorados. Hasta podríamos quedarnos todo el día
mirando al Illimani. Porque el Illimani se está.
Muchas
veces lo he mirado pensando maravillada que ese gigante estará cuando ya no
estemos y así como abrazó nuestras vidas lo hará con los nuestros. Pero esa
certeza, por imposible que parezca, por primera vez en siglos ha flaqueado ante
la evidencia no sólo de su deshielo inminente, ese que observamos lamentando
como quien llora un maldito cáncer, sino porque nuestro tata mayor ha sido
ultrajado. Callado como es, no se ha quejado, ha soportado la invasión de una
horda de inescrupulosos que han abusado de su generosidad -los propios gobernantes,
¡vaya ingratitud!-.Y como pocas veces sucede que un pueblo sea con su montaña
una misma cosa, los paceños alteños sentimos ese abuso en montaña propia, en
las venas silenciosas que han comenzado a arder porque, habitantes de las
alturas, no nos quedaremos sin alma así nomás.
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