Allá lejos, Eustaquio Picachuri ¿Se acuerdan?

Todos los días la noche, Jean-Claude Wicky
A medio día del 30 de marzo de 2004, Eustaquio Picachuri, minero de 47 años, entró al Congreso Nacional. Llevaba ocho cargas de dinamita atadas al cuerpo y cinco kilos más en la mochila. Tres horas después apretó el botón que explotó su cuerpo y el de dos policías. Picachuri pedía renta por jubilación. Pocos días después, Paulino Misericordia, Secretario General de los ex trabajadores mineros sin jubilación, amenazó con repetir a su compañero Picachuri y finalmente firmó un acuerdo con el gobierno después de veintidós horas de negociación y la amenaza de tres compañeros de inmolarse.

Ese 2004, hace doce años, el discurso era este:

Si no es destino, qué es. Quiénes serán la madre, el padre, los abuelos o tátara abuelos de Paulino que, como corazonada prematura, decidieron apellidarse Misericordia. Como gesto de piedad, como rostro ajado en el corazón perverso del socavón. Como fotografía en sepia de nuestra cara más miserable, relocalizados les dicen, pidiendo limosna o renta por jubilación.

-¿No me oyen?… Entonces ¡dinamita carajo!, a ver si así escuchan.

Cómo no apellidarse, entonces, Misericordia.

Qué destino tan cabrón, nacer aquí y no allá. Ser hijo de la pobreza y tragarse, resignados, la nada, el hambre, el trabajo más duro, más ingrato, más oscuro.

Así miraba yo las fotografías del suizo Jean Claude Wicky, imaginando por ejemplo a Eustaquio Picachuri, allá por 1985: delgado, apuntando desde sus ojos milenarios nublados de sospecha. Ni él mismo pensaba entonces que tendría que aceptar un bono extra legal como compensación ante la pérdida de empleo, y luego pedir, pedir y pedir todo lo que no pudo ganar en tiempos de neoliberalismo, cubierto de dinamita, en pleno Congreso Nacional, dispuesto a volar ese cuerpo delgado.

Porque aquellos mineros querían ser, ellos mismos, dinamita que vuele de una vez por todas esa ro(s)ca inquebrantable en siglos de explotación. Estallar el propio sistema, horadar ese inmenso socavón, sordo, ciego, oscuro. Al fin y al cabo, ya no tenían nada que perder: inmolarse resultaba lo más próximo a su experiencia cotidiana, de la montaña al cuerpo. Un gesto desesperado.

Doce años después, los mineros convertidos en cooperativistas privados, se han degradado hasta lo más hondo de ese socavón que el gobierno de Evo Morales ha ido cavando durante todo este tiempo de prebendas necesarias para lograr la base social que lo sostenga, junto a sus aliados cocaleros, ex mineros relocalizados. Una plataforma de cuervos dispuestos a quitarle los ojos. Porque los mineros han pasado de la montaña al cuerpo y de ahí al cuerpo colectivo; han pasado del desapego por la vida al desprecio por ésta; se han arrancado los ojos entre ellos peleando ya no por reivindicaciones laborales o derechos colectivos sino por angurria capitalista de su aliado gobierno socialista.

Enceguecidos, los mineros se han degradado a buitres como el país mismo se ha degradado a la violencia como ejercicio cotidiano, a la barbarie que sustituye el diálogo y la razón, porque la violencia está instalada en el tuétano mismo del gobierno que la alienta y la practica.

Todavía recuerdo a Álvaro García Linera en el Chapare llamando a los cocaleros a enfrentar a los q’aras, convocándolos a defender con su vida el dizqué proceso de cambio en una batalla inventada por su sombra. Sobra recordar a Juan Ramón Quintana, ministro de la Presidencia, cuyo lenguaje no puede ser más virulento porque lo trasciende. La palabra se ha vuelto proyectil. La palabra está vaciada de sentido. “Vida” no significa nada, “derechos” no significa nada, “amor” no significa nada, porque es el propio Presidente y su gobierno quienes los menosprecian. Por eso ya no caben palabras, diálogo, ni razón, sino gritos e insultos. Insultos a la vida: balas y dinamita. Finalmente, claro, llegan los lamentos.

Marchas fúnebres se oyen en la radio como sucedió en octubre de 2003 y como tantas veces en cada linchamiento, en cada esquina, en cada casa y en cada cuerpo. Está claro que de la mano del gobierno de Evo Morales el país se hunde en un hoyo infame al que pretende arrastrarnos. Pero no, no podemos permitir que se nos quite la capacidad de asombro ante el irrespeto por la vida de todo ciudadano, una vez más.

Por eso nuestra apuesta será siempre la vida contra el afán violento y prebendalista del gobierno que el 1 de mayo “regaló” a sus entonces aliados, los mineros, la posibilidad de usar dinamita pensando en sus intereses, claro. Nunca más terrible y preciso como ahora, decir que al gobierno le ha salido el tiro por la culata.


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