Los desalmados
De pronto comenzaron a suceder atentados
y explosiones en un lugar y otro. Nunca antes Bolivia había vivido tal
violencia política cuyos modos terroristas eran también ajenos. A principios de
febrero de 1980 una explosión sacudió las oficinas del semanario Aquí que dirigía el sacerdote jesuita Luis
Espinal Camps, vehemente crítico de las dictaduras y defensor tenaz de los
derechos humanos a quien los golpistas tenían en la mira.
Espinal
Camps, catalán, gustaba de los chistes ácidos y en privado era un bromista
mordaz. Por entonces en Bolivia se practicaba un periodismo señorial, recatado,
y en esos pocos meses de ensayo democrático entre 1978 y 1980, Espinal dio
rienda suelta al periodismo de Aquí,
llamando a las cosas por su nombre.
Hombre
riguroso y ordenado, puntual como ninguno se duchaba muy temprano cada mañana
para estar en la radio Fides antes de
las ocho, hora en que su programa salía al aire. Cada viernes por la noche
asistía al cine religiosamente portando una pequeña linterna con la que
alumbraba su libreta de apuntes pues los sábados por la mañana conducía un
programa especial de crítica de cine. Muchas veces lo acompañaban sus amigos y
compañeros de casa con quienes había fundado una Comunidad Mixta de Laicos y
Religiosos unidos por su compromiso, solidaridad y visión política. Allí vivían
cinco jesuitas y tres parejas jóvenes. Diez comunistas en busca del paraíso.
Cerca
de las ocho de la mañana del sábado 22 de marzo de 1980, en la casa de Luis
Espinal sonó el teléfono. Atendió Gloria Ardaya, compañera de su Comunidad. ¿Luis Espinal?, preguntaron desde radio Fides. Gloria respondió inmediatamente No está, ya salió, pues sabía de la
puntualidad del religioso. El programa estaría al aire en breve pero Luis no
había llegado. Tras una breve pausa en esa voz de pronto invadida por el temor,
Gloria oyó la pregunta más trágica de su vida: ¿… él fue a dormir?
No.
Luis no había dormido en casa. Su cama estaba intacta, la ducha también. La
noche anterior Luis había asistido, como todos los viernes, a su ritual
cinematográfico. La película se llamaba Los
desalmados. ¡Qué cabrones! ¿Habían previsto incluso el título de su día
final? Porque Los Albertos, el
comando creado específicamente para cumplir la misión de deshacerse de ese cura
comunista que tenía a los milicos hartos, habían estudiado minuciosamente su
rutina, sus horas y sus días. Luis Espinal sabía bien que podría acabar mal
pero, aún así, valdría la pena. Porque ¿qué
sentido tenía la vida si no se vivía por los demás?
Los
días del atentado al semanario Aquí,
antes y después, el país entero respiraba en zozobra, olía raro, olía a muerte.
Gustavo Ardaya, hermano de Gloria, había pasado algunas temporadas en casa de
su hermana en aquella Comunidad durante sus vacaciones o en sus días libres del
Colegio Militar porque Gustavo era cadete. (…) Por eso, a principios de marzo
de 1980, llamó a su hermana Gloria desde el ministerio del Interior donde
estaba destinado como Ayudante durante el gobierno de la señora Gueiler, pocos
meses antes del golpe. Había entrado por casualidad a la oficina del ministro,
Antonio Arnez Camacho, y oyó los planes siniestros de la cúpula militar que así
como saboteaba al gobierno de Gueiler, amasaba el golpe que venía. Gustavo
llamó a Gloria para que advirtiese a Espinal del peligro: estaba en la mira.
Acabada
la función, Los Albertos, desalmados,
lo secuestraron, lo metieron a empellones en un jeep, Espinal gritó, a golpes
lo callaron, lo llevaron hasta el matadero donde lo golpearon salvajemente, lo
destrozaron y le metieron 17 balazos en el cuerpo. Al amanecer del sábado 22 de
marzo, un hombre encontró un pedazo de carne magullada a los pies de un basural
en una carretera del Altiplano. Era el cuerpo de Luis Espinal Camps.
El
asesinato de Espinal reveló el carácter desalmado de la dictadura pero la
persistencia de su memoria demuestra que el alma colectiva de los bolivianos
mantiene viva el alma libertaria de Luis Espinal.
(fragmento
del libro inédito Crónica de un parricidio)
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