CRÓNICA / Pajarito negro

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Pudo haberse llamado Soledad pero su mamá prefirió bautizarla Efigenia con “e”, no con “i” como enseña la mitología griega. Paulina, la mamá de Efigenia, tiene el aire un poco rebelde pero no fue por eso que nombró a su hija con la letra que quiso sino porque equivocó la vocal. Alguna vez oyó ese nombre y lo copió. Al fin y al cabo, de mitología griega no sabía nada. Nunca asistió a la escuela porque nadie la mandó y con el paso de los años aquello no sólo le pareció innecesario sino riesgoso: muchacha que iba a la escuela volvía cargada de “wawa” (hijo). De modo que cuando Efigenia terminó la primaria, Paulina le dijo: “ya eres jovencita, eres un peligro en la escuela” y Efigenia no se dejó rogar, casi contenta abandonó el colegio. Tenía tres razones para hacerlo: nunca pudo escribir la letra “t”; para mayor desánimo sus compañeros la llamaban “pajarito negro”, debido a su vestimenta, y finalmente porque creía que la escuela era para ser maestra y eso nunca le gustó. Vaya destino cantado por el pajarito negro de su oráculo andino. Las tres cosas resultaron al revés.

Efigenia sonríe a sus anchas, sus dientes blancos. Puede. Su mamá Paulina no. No quiere mostrar su sonrisa pelada como maíz desgranado. Efigenia tiene hoy 46 años y recuerda esos días con ganas, casi acostumbrada al relato de su vida. Dice “pajarito negro” y sus ojos se alumbran. En un par de semanas alzará vuelo a Baltimore.

La tierra, la fertilidad

Si la tierra es la gran metáfora de la fertilidad, ésta de aquí parece la terquedad misma. El Altiplano sur es una inmensa pampa árida, agrietada, blanquecina y a ratos, muchos ratos, además arenosa. Arena blanca y seca como talco que se hunde al caminar. Es un desierto en las alturas, a 3.700 metros sobre el nivel del mar, que también podía haberse llamado Soledad. Pero no. Se llama Urcuri la comunidad de pocas casitas desparramadas en la inmensidad el Altiplano donde vive Efigenia Encinas Choque, cerca al lago Poopó, no muy lejos del Salar de Uyuni en el camino hacia Orinoca, la tierra de Evo Morales. En esta pampa color ocre de verdes deslavados con cara de tristeza el viento sopla frío y a lo lejos se miran llamas, paja brava y alguna que otra construcción de adobe. Es invierno y por aquí el sol arde furioso, más que calentar quema y el frío se siente bajo la sombra que no hay. Todo es planicie hasta donde la vista alcance, lejos, donde se alzan las montañas azuladas.

En Urcuri viven como mucho 50 vecinos que se habían marchado a la ciudad pero que con el auge de la quinua han vuelto. Desde la carretera asfaltada hay que entrar un par de kilómetros tanteando camino sobre la arena imposible. La movilidad se ha atascado así que bajamos y empujamos. Son diez centímetros de espesor de polvo como si fuese el desierto mismo, pero si agarras un palo y cavas un poco encuentras humedad. Sólo así puedes entender que esa tierra arenosa sea capaz de parir la mejor quinua del mundo, la quinua real.

Efigenia cava con sus manos ajadas y enseña la particular fertilidad del suelo como si fuese su propio vientre. Porque Efigenia no tuvo hijos haciendo caso al miedo de su mamá Paulina aquellos días en que iba a la escuela. “No he tenido la oportunidad” dice, porque entre otras cosas nunca le gustaron los niños, repite varias veces. Efigenia es efectivamente un caso raro en un país donde las mujeres son madres muy pronto y muchas veces: siete hijos por mujer hasta mediados de los años 70 cuando Paulina, la mamá de Efigenia, parió un hijo tras otro hasta completar los diez. A partir de los años ‘80 las mujeres bolivianas comenzaron a reducir la cantidad de hijos hasta hoy que tienen en promedio tres pero lo hacen cada vez más jóvenes, entre los 15 y 19 años. Las mujeres bolivianas son las que más hijos tienen en toda América Latina.

Efigenia, pajarito negro, no tuvo hijos y creció sola igual que su mamá Paulina que aunque fue única hija no se libró de dar a luz esa decena de niños de los cuales murieron dos: “una con viruela y el chiquito con dolor de estómago parece”, cuenta Efigenia un poco insegura porque por aquellos años los niños del campo morían con diarrea como si nada. Con tantos hijos, Paulina optó por dejar a Efigenia con su mamá y se marchó. De modo que el pajarito negro se crió con su abuela, una abuela cuyo marido la abandonó. Sin embargo, fue ese abuelo quien un día de esos apareció y trajo consigo unas cosas raras llamadas lima y mandarina: “feeeeas…, duuulces”, recuerda Efigenia con risa.

Los frutos de la tierra


La tierra es su casa, su alimento, su todo. La tierra de Efigenia ha sustituido su maternidad que ni falta le ha hecho porque mientras cuide a sus llamas y esté en el campo será feliz, repite siempre que puede.

De esa tierra inmensa salía papa, quinua, cebada, y con eso bastaba. El resto lo conseguían mediante el trueque. De Potosí (el departamento vecino) llegaban campesinos con harina de maíz o de trigo que cambiaban por una llama viva. Así, además de comer papa y chuño (papa pequeña enegrecida por la helada), de vez en cuando su abuela cocinaba buñuelo: harina mezclada con un poco de agua y frita en grasa de llama.

Pero si algo comía Efigenia era el ph’iri como pan de cada día. El ph’iri sacaba de apuros al hambre. Sólo había que tostar harina, mezclarla con un poco de agua, formar unos bolos y ponerlos a cocinar al vapor en una olla sobre las brazas, el resultado era una masa pastosa con la que se disimulaba todo. Así Efigenia podía comer ph’iri con charque de llama, ph’iri con chuño o finalmente sólo ph’iri. Tres veces al día, no siempre mucho ni todo, esa era básicamente la comida de la niña Efigenia. Si para una niña de 10 años, mediana y delgada se necesitan aproximadamente 1.500 calorías diarias, Efigenia consumía menos de la mitad.

Ahora que recuerda, Efigenia cuenta que su mamá le mandaba queso y mote de maíz -425 calorías más-, entonces hace un gesto de beneplácito y dice: “mi mamá no me hacía faltar; sobre la comida he crecido”. Se levanta y mira a lo lejos, a la casa de su mamá Paulina que hoy tiene cerca de 70 años y vive un kilómetro más allá. Desde aquí la casa de Paulina se mira apenas como un punto en el horizonte pero Efigenia mira bien y ni hace falta que mire porque todas las noches camina hacia allá en la oscuridad más profunda solamente guiada por su sentido de orientación. Porque aquí en el campo la noche es siempre la noche más oscura del mundo.

El hambre


A pesar de lo que cuenta, Efigenia sabe lo que es no comer. En los meses de agosto y septiembre, cuando el día es más largo, dice, da más hambre y cuando no hay comida el estómago comienza a doler.

Mientras vivió con su abuela casi nunca le faltó nada porque nada tuvo que compartir. Claro que en una comunidad como Urcuri las necesidades de una niña suelen ser pocas hasta que llega la hora de compartirlas. Eso mismo sucedió cuando su abuela murió y su mamá Paulina se mudó allí junto a sus siete hermanos. Eran tantos que la comida no era suficiente. “A veces el chuño no agarraba el estómago” recuerda Efigenia, va y trae algo que parece un pedazo de madera retorcida del tamaño de una oca (tubérculo): “amañoqo”, dice. Un tubérculo que crece de las raíces de la thola, ese arbusto leñoso que alimenta a la llamas y que hasta hace poco solía ser el paisaje dominante en el Altiplano. Ya no.

Nunca antes yo había visto el “amañoqo” y al parecer sólo se conoce en el campo y poco. “Tiene una parte bien dulce y otra amarga, la cabeza es amarga”, explica ella enseñando ese “amañoqo” reseco como trofeo conquistado en esa mala hora en que el hambre estrujaba el estómago. Porque como la familia se había multiplicado, si antes comía una porción, ahora comía la mitad: medio buñuelo, medio plato, medio bolo, medio todo. Con tal motivo, ella y sus hermanos salían a buscar el “amañoqo” hurgando en la tierra agrietada, corrían a lavarlo al río, lejos, muy lejos, y le entregaban a su mamá Paulina que hacía cocer el “amañoqo” en una olla de barro bajo la tierra, “whatía” (ese modo particular de cocción), explica Efigenia, traga saliva y dice: “era riiiiico…, como lacayote cocía”.

Ahora que el valor nutritivo de la quinua se reconoce en todo el mundo, Efigenia insiste en que ese fue y es su alimento principal. La quinua es un grano diminuto de aproximadamente dos milímetros, fruto de una planta de no más de dos o tres metros de altura cuyas flores moradas, rojísimas o amarillas, resaltan en su mejor hábitat que está en las alturas del Altiplano boliviano próximas al Salar de Uyuni. La quinua es considerada un “seudo cereal” cuyas características nutricionales son excepcionales: tiene proteínas, grasas, carbohidratos y minerales en perfecto equilibrio, no tiene gluten y aporta más del doble de beneficios que ningún otro cereal. La quinua aporta con 368 calorías cada 100 gramos.

Sin embargo, aún comiendo quinua tres veces al día, ni Efigenia ni sus hermanos alcanzaban a consumir los nutrientes necesarios. Sobre todo porque la quinua es un grano difícil de llevar a la mesa. Está cubierto por una toxina llamada saponina que obliga a lavar mucho el grano y por allí el agua escasea; hay que quitar la saponina y limpiar, un proceso para el que se requieren equipos aunque sean domésticos. Efigenia y su familia no los tenían pero -como era habitual en el campo antes del auge actual de la quinua- lograban su cometido usando un tejido tan áspero que era capaz de raspar y limpiar la quinua. Un trabajo complicado y moroso que se hacía de vez en cuando. De modo que en la familia el consumo de quinua era regular pero moderado e insuficiente, no sólo porque no cubrían los nutrientes suficientes sino porque hacía falta por ejemplo fruta (vitamina C) para ayudar al cuerpo a absorber el hierro de la quinua.

Por eso, aunque Efigenia ignoraba sus ventajas, la vez que conoció la lima y la mandarina fue importante. Fue el día que apareció ese señor diciendo “yo soy tu abuelo”. Y parece que sí porque ese señor sólo repartía la fruta a ella y a sus hermanos, prueba suficiente de que era su pariente. “Nunca había visto fruta” cuenta ahora abriendo grandes los ojos, “no me gustaba porque era duuulce”, dice sonriendo y recuerda cuando su mamá la mandaba a la escuela con un poco de “pito” (polvo) de quinua o cebada como merienda, y cómo su hermana Margarita cambiaba el “pito” por azúcar. Así conoció el dulce. Más tarde contará que lo que más le gusta en el mundo hoy es el chocolate: “¡es mi golosina fascinante!”, exclama rebuscando palabras.

Ese dulce llamado ciudad

1982 fue un año particular en Bolivia porque después de muchos años de gobiernos militares recuperamos la democracia. Para entonces Efigenia había cumplido 14 años y se preparaba para migrar a la ciudad.

A partir de los años '50 y más aún luego de la Revolución de 1952 que devolvió la tierra a los campesinos, sucedió en Bolivia un fenómeno singular. Porque la Reforma Agraria producto de aquella revuelta no sólo devolvió a los campesinos sus tierras sino sus derechos ciudadanos, de modo que la presencia campesina en el país se volcó a las ciudades. En 1950, de cada 100 habitantes 73 vivían en el campo; para 1980 eran 58 y hoy sólo 33 personas de cada 100 viven en el campo. Aunque en realidad van y vuelven del campo a la ciudad. Igual que Efigenia y sus hermanos que, pasada la siembra y la cosecha, se van a la ciudad a trabajar como choferes o comerciantes. Su hermano Irineo, por ejemplo, tiene una confitería en Challapata, el pueblo grande.

Desde los años '50 hasta hoy, el porcentaje de población rural ha ido mermando a la vez que la población urbana ha crecido. Por esos años el gobierno impulsaba planes de colonización de las tierras del Oriente del país y buena parte de los campesinos de tierras altas partieron hacia la tierra prometida. En la década de los '80 la migración campesina no sólo hacia el Oriente sino a otras ciudades del país, estaba ya consolidada. Muchos de quienes migraron llamaron luego a los suyos año tras año. Eso mismo hizo la familia Encinas Choque confirmando asimismo la historia que cuenta que los viejos se quedan en el campo mientras los jóvenes parten en busca de un destino mejor. Así, la tía de Efigenia marchó a Santa Cruz (Oriente del país) y se la llevó.

Cochabamba (región cocalera al centro del país) y particularmente Santa Cruz eran destinos atractivos pues esos años comenzaba en Bolivia el auge de la soya, las plantaciones de arroz y también el narcotráfico. Eso cuenta la historia y Efigenia la ratifica. Cumplidos sus 14 años aprendió a cosechar arroz en los florecientes campos cruceños pero no aguantó demasiado y ensayó como niñera en una casa tan pero tan grande que allí trabajaban varias cocineras, jardineros, choferes y más niñeras.

“La cocinera cocinaba aparte para nosotros. Ch’aque de trigo, maíz pelado hacía. Cocinaba aparte porque éramos hartos. Sería porque en el campo comemos diferentes comidas y ellos, los dueños de la casa, comidas especiales comían. Verduritas nomás comían. Nosotros, como trabajadores, siempre comemos todo. La cocinera era de Pampa Aullagas (pueblo vecino al suyo). Los dueños… esas veces ‘pichicata’ (droga) parece que funcionaba ¡Tanto servicio! Choferes, jardineros… todo tenían.”

Ni los mimos culinarios de la cocinera convencieron a Efigenia de quedarse en la ciudad. Nunca le gustaron los niños, repite una vez más, pero sobre todo “no me gustaba siempre. Un domingo nos dejaban salir otro domingo no”, dice moviendo la cabeza porque lo que no soportaba era el encierro. Extrañaba el campo y sus llamas. El aire frío y el paisaje infinito del Altiplano.

Esos pocos años citadinos le sirvieron sin embargo para ahorrar. Ella quería comprarse ropa pero sus padres le insistían en que comprase una mesa. “Mesa, mesa, mesa siempre querían”, protesta Efigenia a destiempo y sin entender hasta ahora por qué. Y la mesa está ahí, en un rincón de su cuarto repleta de bultos encima que es lo único para lo que finalmente sirvió.

Pero sus ahorros fueron suficientes y varios años después de idas y venidas entre campo y ciudad, entre siembras, cosechas, sequías y heladas, el año 2006 comenzó la buena hora de la quinua y Efigenia encontró donde invertir.

Fuero sus hermanos, Irineo y Arturo, quienes se vincularon con una institución que llegó para apoyar a las organizaciones de productores de quinua que comenzaron a formarse al conocer las potencialidades del grano en el mercado internacional. Al ver cómo ellos habían construido sus cuartos con ladrillo y calamina, comprado un auto y una confitería en Challapata, Efigenia se sumó al proyecto.

En Bolivia la quinua no era demasiado apreciada en las mesas urbanas de clase media pero el creciente mercado mundial comenzó a valorarla tanto que desde el año 2000 y sobre todo desde 2006 (cuando Evo Morales fue  elegido presidente), la demanda en los mercados internacionales -particularmente Estados Unidos- comenzó a multiplicarse: de 7.600 toneladas en 2006 a 12.400 el año 2012 que es cuando Efigenia decidió sumarse al proyecto exportador.

La quinua real


Efigenia camina hasta el pozo de agua que está a unos 100 metros de su casa. La bomba se ha arruinado hace meses, no tiene agua y se espera que alguien la arregle algún día. Alguna vez plantaron por aquí tomate y cebolla en carpas instaladas por alguna oenegé que llegó con cierto proyecto de riego pero el entusiasmo pronto se secó como el agua y fue rápidamente desplazado por el auge de la quinua. La quinua sólo necesita el agua de lluvia que moja la tierra y allí se queda. En esa tierra capaz de retener suficiente humedad crecerá luego la quinua real, soberana y espléndida, sin que nadie la riegue.

Han pasado dos meses desde la última cosecha, por eso el suelo está pelado. Por ahí caminamos un buen trecho hasta que finalmente nos montamos en la movilidad porque llegar a pie hasta la casa de Paulina tomará media hora. Encontramos a Paulina sentada sobre la tierra contemplando sus llamas. Son casi las seis de la tarde y ha estado allí todo el día, el rostro ajado. Señala con la mirada una llama bebé que nació esta mañana. Paulina está contenta y sólo ella y su hija pueden reconocer a la llama recién nacida mirando a gran distancia entre decenas de camélidos. Son 130. Hasta el año pasado tenían 170 pero su ganado ha disminuido porque no hay alimento suficiente para mantenerlo: tierra para pastar y agua. El cultivo de quinua ha ido ocupando la tierra para el pastoreo desplazando a las llamas a un espacio cada vez más pequeño. Igual que ocurrió con Efigenia cuando era pequeña, ahora las llamas tienen que compartir su alimento y éste es cada vez más escaso. Por eso cada día son menos llamas aunque Efigenia todavía defiende la existencia de espacio suficiente. Sin embargo sabe que el abono que antes le proporcionaban sus propios animales no alcanza y ahora tiene que comprar. Si antes costaba 150 pesos (unos 20 dólares) la carga, ahora cuesta 3.500 (500 dólares)

El precio de la quinua trepó hasta el cielo el año 2014 cuando llegó a costar 300 dólares el quintal. El último tiempo ha comenzado a bajar y ahora está en 67 dólares. Asunto grave para los productores locales. El vuelo que alzaron las exportaciones desde el año 2006 tuvo un importante descenso: de 34.700 toneladas en 2013  a 29.500 el año pasado. El agronegocio le echó el ojo y ahora se cultiva quinua en varios lugares del mundo al modo industrial convencional (utilizando químicos). La quinua real boliviana, probadamente la mejor del mundo por varias razones, está en emergencia. Pero Efigenia, que suele decir “tengo una iniciativa”, cree que lo que hay que hacer es transformarla y consolidar el mercado local de una buena vez en convenio con los gobiernos locales y regionales: “hay que entrar a vender al desayuno escolar” (proyecto financiado por el gobierno), dice ella muy segura.

Porque aún si el último tiempo ha disminuido, el negocio de la quinua boliviana es rentable. La competencia de la producción industrial convencional peruana cuyo producto es ciertamente más barato es inminente pero a Efigenia no parece preocuparle demasiado. Ella cosecha y exporta su quinua en cantidades suficientes como para lograr cerca de 6 mil dólares al año, unos 500 dólares al mes dependiendo de la cosecha (el sueldo de un empleado público de nivel medio o el de un maestro). Tiene la ventaja de venderle a la oenegé que le asegura mercado, certificación orgánica y un precio mayor, además de otros incentivos como el panel solar que le instalaron hace poco para obtener energía eléctrica cuya mayor utilidad, sin embargo, no ha sido alumbrar sus noches sino poder cargar la batería de su teléfono celular.

Y eso no es poca cosa. Desde que Efigenia se puso a estudiar Comunicación Social a distancia hace un año, le tiene mucha fe a la tecnología. “Bien cara había sido una Mac”, comenta de pronto. Y sigue: “para editar video y eso ¿no?”, aclara y en su gesto se ve que ahora que sus ingresos se lo permiten hasta sería posible comprarse una “Mac” (computadora Macintosh). “Ahora tengo acceso para estudiar, puedo conocer la computadora, la tecnología. Antes no podía comprarme ni una calculadora. Ahora, teniendo platita puedo. Puro inglés había sido”, comenta, y en sus ojos se mira que aprender inglés es una posibilidad cierta. Dentro de poco rendirá sus últimos exámenes en Cochabamba donde ha estudiado yendo y viniendo: se graduará como facilitadora. Quiere dar conocer los problemas de su comunidad y para eso la tecnología es fundamental, cree ella:

“no manejamos internet y aquí muchos problemas pasan, hay sequía y no podemos acceder al gobierno municipal y las cosas al instante uno tiene que sacar foto y mandar por internet. También hay violencia, hay niños abandonados y esa facilidad de tomar fotografías o mandar esa información es importante. En el campo las mujeres callan. Yo quiero hacer conocer los problemas que tenemos aquí”,

explica entusiasmada, y también dice que ahora está enterada de lo que significan las autonomías y el “Vivir Bien” (plan de gobierno del presidente Evo Morales). Hasta el año pasado ocupó un cargo importante en su comunidad y sus inquietudes políticas siguen.

Efigenia no quería ser profesora y hoy se prepara para ser facilitadora y capacitar a más mujeres como ella. No podía escribir la letra “t” pero pronto será comunicadora social y tendrá su propia computadora. La empresa para la que produce la escogió para llevarla a una feria de productos orgánicos en Baltimore, Estados Unidos, donde verá su quinua en los estantes del primer mundo. Es la primera vez en su vida que Efigenia subirá a un avión.

El sol ha comenzado a esconderse tras las montañas. De pronto Efigenia y Paulina comienzan a ulular: uuuuh, uhhhh, shhhh, shhhh, uhhhh, uhhhh, gritan “¡oso! ¡oso!” y con la mano agitan una sonajera de pequeñas piedritas. Las llamas dispersas comienzan a correr, se juntan y obedientes se dirigen a su casa, a dormir. El silencio del Altiplano se rompe unos minutos para luego volver a su lugar. Mañana saldrá el sol.

(Esta crónica se ha publicado también en el libro Ni pan ni circo. Historias de hambre en América Latina. FES Comunicación/Friedrich Ebert Stiftung y revista Nueva Sociedad, Buenos Aires, 2016 http://library.fes.de/pdf-files/nuso/12711.pdf)

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