PERFIL / Violeta quiere dormir
LATINOAMÉRICA SE MUEVE / HIVOS / BOLIVIA / PÁGINA SIETE
“Mi papá la trata a mi
mamá como a una esclava blanca, me trata a mí como a una esclava blanca, nos
trata a todas como a una esclava blanca. Si quiere algo ¿por qué no va él mismo
a traerse a la cocina? ¿qué se cree? ¿porque es hombre?”. Violeta estalla
en una carcajada. Recuerda esa carta que escribió cuando tenía apenas cuatro
años de edad, titulada “La historia de papá entre mi historia”, como prueba de ese
carácter recio y elocuente que tuvo desde niña. Se ríe porque no siempre fue
así. Soltar esa sonrisa inmensa, triunfadora, tiene su historia.
Cómo no celebrar sus victorias si a pesar de aquellos
alegatos justicieros la niña Violeta era tan tímida que vivía bajo la sombra de
su hermana mayor y de sólo andar en bus entre La Paz y El Alto vomitaba por
puro miedosa. Ahora Violeta sonríe. Sobre todo sonríe mostrando un par de
dientes frontales ligeramente separados. “Diastema” dice ella con solvencia,
habituada por demás a los tecnicismos médicos desde que le diagnosticaron el VIH.
Tenía 23 años y esos dientes separados no le gustaban, ni se
gustaba a sí misma. Dorcas, su hermana mayor, le pesaba demasiado. No
presentaba alegatos reclamando derechos pero recitaba La Ilíada de pe a pa, era linda, inteligente, dulce, líder, sabía
inglés, sabía todo, y por si fuera poco tenía el chico que Violeta quería. Pero
Violeta la amaba tanto que era difícil odiarla. Recuerda que le decían: “Oye
¿tú eres hermana de Dorcas?”, entonces se ilumina porque la historia ahora es
al revés, es a Dorcas a quien preguntan: “¿Eres hermana de Violeta?”. Y Violeta
remata sin chistar: “Dios me ha hecho justicia por esos sentimientos de la
niñez cuando me sentía ‘doña nadie’”.
Violeta se acaricia el cabello negro, largo. Repite su
historia una y las veces que sean necesarias desde hace quince años cuando
decidió que dar la cara públicamente era el camino correcto en la lucha por los
derechos de las personas viviendo con VIH. Y lo hizo a pesar de todos los pesares,
aún si sus padres eran líderes de una iglesia y en su casa se vivía bajo
estrictos preceptos morales.
Violeta ha estado apagando el teléfono que suena sin parar.
Finalmente contesta. Su voz es clara y habla con precisión y fluidez. Podría
ser locutora de radio. De hecho, cuando era niña, junto a su inseparable
hermana, solían ir invitadas a una radio cristiana a comentar algunos
versículos de la biblia. “Me encantaba” recuerda, y yo la imagino como la gran
oradora que es en escenarios que pueden ser un colegio, un club de madres, o en
la mismísima sede de Naciones Unidas en Nueva York o Ginebra donde habla de
derechos, propone leyes y políticas públicas, expone sobre la violencia de
género y su relación con el VIH. Violeta pasa más de cien horas al año metida
en aviones y aeropuertos; le gusta y la cansa.
La guarida
Cuando nos conocimos en 2004, Violeta vivía en casa de sus
padres en un espacio que había construido a su medida. Un rincón personalísimo
lleno de objetos cargados de historias. Era su guarida. Hace algunos años la
familia se mudó y Violeta se fue con ellos acarreando su nido, su templo al que
hoy me permite entrar.
Una vez más se acomoda el cabello larguísimo, sabiéndolo
parte de su atractivo, los labios carnosos, rojos, los ojos bien maquillados,
las uñas cuidadas. Enseña su guarida como quien muestra una obra de arte
posmoderno, un collage, un mercado persa donde no cabe ni un alfiler. La única
pieza simple es la cama, el resto viene doble, triple o por docenas: estantes,
roperos, espejos, cremas, esmaltes, zapatos, carteras, maletas, bolsas, bufandas,
fotografías, diarios, cuadernos, colgadores, cinturones, pulseras, anillos,
artes y collares. “Deben ser unos 500” comenta como si nada. Si no fuese por la
cantidad de libros de antropología, religión, feminismo, Kristeva, Freud,
Foucault y una veintena de producciones propias, este sería el cuarto de una
adolescente muy coqueta.
“El VIH te hace mirar tu vida en retrospectiva”, reflexiona
mientras camina, y el ejercicio de repasar lo vivido la ayuda a plantearse el
presente. “El pasado ya fue, trajo cosas buenas y malas pero no se puede
modificar: pasó”, explica. El futuro tampoco podemos manejarlo porque no está
en nuestras manos. En cambio el presente sí. Por eso ella vive cada día como si
fuese el último, literalmente. Violeta depende de una pastilla diaria por el
resto de sus días: “TEL: tenofovir, efavirenz y lamivudina”, repite como el
padrenuestro y para no caer en lamento alguno se da la vuelta y señala la
cantidad de fotografías con las que ha empapelado una pared de su sala donde
está siempre sonriente. “Quiero que me recuerden así”, sentencia.
El miedo y la
sobrevivencia
Los padres de Gracia Violeta Ross Quiroga bautizaron a todos
sus hijos inspirados en personajes bíblicos. Dorcas, Dámaris y Samuel
mantuvieron sus nombres menos Gracia a quien todos conocen por Violeta. “Gracia
es la hija de Dios, la chica de la iglesia. Y Violeta es la loca, la que se fue
a bailar”, vuelve a mostrar sus dientes grandes y reilones porque sabe exactamente
lo que dice: que la locura de la mujer está estrechamente vinculada a la
libertad y a la autonomía que comienzan por el propio cuerpo.
Porque su historia fue así. Decepcionada del amor no
correspondido que prefirió a su hermana, Violeta decidió descartar la vía pía y
optar por “el intento hippie”, cuenta
riéndose de su propia descripción: sexo, drogas y rock and roll. Para entonces, Violeta era Violeta y estudiaba
antropología en la universidad y junto a la inseparable Dorcas saltaban por el
balcón de su casa y salían de fiesta a escondidas, cada una por su lado, hasta
que una noche Violeta caminó sola y ebria a las 3 de la mañana y dos hombres la
violaron.
Estamos en un café y ella que gusta vestir del color de su
nombre, hoy está de rojo. Pide chocolate, agarra una hoja en blanco, me la
muestra y dice “ésta soy yo”. Luego la arruga hasta volverla una bolita y sigue:
“ésta es la violación”. La vuelve a extender y concluye: “nunca logras borrar
las huellas de una violación.”
Poco después de aquel incidente Violeta fue diagnosticada con
el VIH. Sin embargo, con la madurez del camino recorrido y con la valentía de
quien afronta su vida para “nunca más tomar las decisiones incorrectas”,
Violeta es capaz de reconocer que es probable que el virus lo haya contraído en
otro momento. Nunca lo sabrá con certeza y porque quizá el error no haya sido no
usar condón sino escoger mal a sus parejas. La vida en retrospectiva.
Enterada de su diagnóstico Violeta quiso morir, morir de
verdad. El VIH era tan desconocido, tan terrible que sólo podía provocar miedo.
Temía el rechazo de su familia. “Creía que me botarían a un rincón de la casa
como sucede con mucha gente porque uno espera de los hijos éxito, buenas
noticias, un título importante. No espera que le digan: ‘tengo el VIH’”. Pero la
respuesta de sus padres fue el amor más grande del mundo.
Ese gesto amoroso fue suficiente. Violeta salió a la luz
cargando un virus en el cuerpo que paradójicamente ha sido su mayor fortaleza.
“Llegó el VIH y tuve que asumir. Mi liderazgo ha sido a la fuerza porque cuando
sientes que tu vida depende de eso, aprendes”, dice. Desde entonces, ella y otros
compañeros fundaron la Red Nacional de Personas Viviendo con el VIH y SIDA en
Bolivia (REDBOL) el año 2000. Juntos libraron miles de batallas y dos guerras.
Van por la tercera.
Toda guerra tiene sus
muertos
Al principio los apedreaban, los echaban del trabajo, no les
recibían los billetes, les negaban una visa, los desterraban de la comunidad,
los señalaban en la calle, los dejaban morir. Con semejante estigma la única
aspiración de quienes portaban el VIH era vivir unos años más o morir lo más
dignamente posible. Eran pequeños grupos dispersos en La Paz, Cochabamba y
Santa Cruz que se reunían para compartir sus penas sin ninguna visión política.
Sin esperanzas y sin medicamentos, los compañeros se iban apagando uno a uno y el
ritual se repetía: enterrarlos lamentándose. Los más afortunados recurrían a
costosos tratamientos fuera del país. Pasaron dos años restando compañeros
hasta que finalmente llegó el sacudón.
El año 2002 es épico: 52 de estos hombres y mujeres viviendo
con VIH en Bolivia, presentaron una demanda ante la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos reclamando su
legítimo derecho a la vida que el gobierno boliviano no podía soslayar. Y
ganaron: lograron que el Estado se hiciera cargo de los medicamentos necesarios
para afrontar el virus pero éstos llegaron dos años después. Para entonces, de los
52 compañeros que firmaron la demanda, sobrevivían 22. Hoy viven siete.
En Bolivia las cifras van en aumento: 1.600 casos en 2013,
1.800 en 2014 y 300 nuevos casos sólo en los dos primeros meses de 2015. La
cantidad de niños y población rural afectada crece cada día y la preocupación
de Violeta es la falta de recursos porque el mayor apoyo llegaba de la
cooperación internacional que ahora se va del país. Los 10 millones de dólares que
recibió el Estado en 5 años para infraestructura, medicamentos, recursos
humanos, laboratorios, pruebas, insumos y prevención, se han reducido a 10
millones de bolivianos. Por eso la nueva batalla será lograr que los gobiernos
departamentales y municipales asignen recursos específicos para sus
poblaciones. El desafío es inmenso pero hay esperanza.
Las gracias de Gracia
La sala de la casa de sus padres está llena de fotos y
Violeta ostenta las suyas, las de su matrimonio. Hace dos años se casó con
Oswaldo. “He estado más enamorada, pero muy mal enamorada”, comenta mientras
hojea el álbum de su boda que está rotulado con su primer nombre, Gracia. Señala
una a una a sus amigas: esta es una compañera con VIH, ella también, ella es
compañera del colegio, otra compañera con VIH, ella es de la universidad, esta
niña fue mi dama, tiene VIH, ellos dos son compañeros de la Red, viven con VIH.
Y así. “Todos mis amigos pensaban que me iba a casar con alguien con VIH pero
no”, se jacta. Ahora que le pregunto aprovecha para contar lo que parece una
reflexión que sigue tejiendo. Dice que Oswaldo es mucho más que el hombre que
superó con creces una lista “totalmente frívola” que tenía en sus años de
adolescente, cuando exigía a sus novios requisitos. Quería hombres altos, mejor
si eran negros, mejor si no tenían hijos y… más”. Osvaldo incumple todos sus
requisitos. Porque los requisitos, igual que ella, cambiaron.
Oswaldo asumió el tema del VIH con total naturalidad, perdió
a sus amigos porque lo criticaron y optó por Violeta a quien respeta y con
quien comparte el discurso de género. Pero además “su esposo”, como le gusta
llamarlo, es el aire que la saca de un mundo a ratos asfixiante.
Violeta eleva la voz y devela su cansancio: “ya no quiero
enterrar más muertos ¡estoy cansada de enterrar muertos!”
Oswaldo es como un reloj que marca los segundos sin que
apenas ella oiga el sonido de las manijas; la acompaña y ordena su vida
alborotada. De él aprendió a levantarse más temprano, a no acostarse a las
cuatro de la mañana después de mucho trabajar y a organizar su agenda.
El virus se reproduce cada día y medio. Sin la medicina que Violeta
toma antes de acostarse puede morir y a veces la mata el dolor de su estómago
cansado. Lo único que la alivia es el helado de canela. Canela, el nombre de su
perra. “Hay momentos en que quiero tirar la medicina pero tampoco la quiero
perder. Es terrible porque llegas a amar tu castigo” dice.
Su muerte, a pesar de
todo, no ocupa demasiado sus pensamientos. Lo único que tiene claro es que
cuando ocurra, Dorcas se encargará de editar un libro con los diarios que tiene
escritos y que su mamá pondrá una tienda con sus cientos de collares y
accesorios. Nada más.
La maternidad es lo único pendiente en su vida y es también
lo único que la hace llorar. El virus no la deja decidir, no tanto por una
cuestión de salud sino por la probabilidad de su partida prematura. Antes
decía: “un hijo sin padre no es justo para el hijo porque seguramente algún
rato moriré”. Ahora que se ha casado y hay padre, piensa en el hijo sin madre.
Vuelve a dudar y concluye a su modo: “Se muere intranquilo quien no ha logrado
todo. Por eso es difícil decidir el tema de un hijo porque si tengo un hijo querrá
decir que he vivido todo y estoy lista para morir. Postergar la decisión de
tener un hijo te puede mantener viva”.
Violeta va y viene, Violeta duda, Violeta se indispone, a
ratos llora. Violeta no es invulnerable. El traje de líder le calza como a
nadie pero confiesa que guarda sus propias penas porque no quiere que los
compañeros se victimicen. Está cansada. “Odio la muerte, odio la enfermedad. Mi
vida es luchar contra eso”, exclama, por eso Violeta no va a los hospitales, no
le gusta para nada. “Voy al hospital sólo una vez cuando alguien es nuevo. Y le
digo: compañero, sólo conozco dos caminos, uno es morir y el otro vivir. Cuál
de los dos eliges”.
Después de 15 años de liderazgo, medicamentos gratuitos para
miles de ciudadanos bolivianos, una ley que protege sus derechos, presupuesto
para su salud, muchos compañeros muertos, infinidad de campañas, reuniones,
discursos, paneles, textos, tiempo y vida entera, ella llena hoy un
cuestionario de ONG que le pregunta: ¿Cuál es tu causa? (el motivo, el sentido
de tu vida, de tu lucha). Violeta sonríe a sus anchas y con la picardía de esa
niña de 9 años que reclamaba sus derechos, escribe: “¡Quiero dormir!”.
Texto publicado en “Latinoamérica
se mueve”, crónicas sobre activistas, Hivos
– Dinamarca en Bolivia, 2017.
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