PERFIL / Violeta quiere dormir

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Mi papá la trata a mi mamá como a una esclava blanca, me trata a mí como a una esclava blanca, nos trata a todas como a una esclava blanca. Si quiere algo ¿por qué no va él mismo a traerse a la cocina? ¿qué se cree? ¿porque es hombre?”. Violeta estalla en una carcajada. Recuerda esa carta que escribió cuando tenía apenas cuatro años de edad, titulada “La historia de papá entre mi historia”, como prueba de ese carácter recio y elocuente que tuvo desde niña. Se ríe porque no siempre fue así. Soltar esa sonrisa inmensa, triunfadora, tiene su historia.

Cómo no celebrar sus victorias si a pesar de aquellos alegatos justicieros la niña Violeta era tan tímida que vivía bajo la sombra de su hermana mayor y de sólo andar en bus entre La Paz y El Alto vomitaba por puro miedosa. Ahora Violeta sonríe. Sobre todo sonríe mostrando un par de dientes frontales ligeramente separados. “Diastema” dice ella con solvencia, habituada por demás a los tecnicismos médicos desde que le diagnosticaron el VIH.

Tenía 23 años y esos dientes separados no le gustaban, ni se gustaba a sí misma. Dorcas, su hermana mayor, le pesaba demasiado. No presentaba alegatos reclamando derechos pero recitaba La Ilíada de pe a pa, era linda, inteligente, dulce, líder, sabía inglés, sabía todo, y por si fuera poco tenía el chico que Violeta quería. Pero Violeta la amaba tanto que era difícil odiarla. Recuerda que le decían: “Oye ¿tú eres hermana de Dorcas?”, entonces se ilumina porque la historia ahora es al revés, es a Dorcas a quien preguntan: “¿Eres hermana de Violeta?”. Y Violeta remata sin chistar: “Dios me ha hecho justicia por esos sentimientos de la niñez cuando me sentía ‘doña nadie’”.

Violeta se acaricia el cabello negro, largo. Repite su historia una y las veces que sean necesarias desde hace quince años cuando decidió que dar la cara públicamente era el camino correcto en la lucha por los derechos de las personas viviendo con VIH. Y lo hizo a pesar de todos los pesares, aún si sus padres eran líderes de una iglesia y en su casa se vivía bajo estrictos preceptos morales.

Violeta ha estado apagando el teléfono que suena sin parar. Finalmente contesta. Su voz es clara y habla con precisión y fluidez. Podría ser locutora de radio. De hecho, cuando era niña, junto a su inseparable hermana, solían ir invitadas a una radio cristiana a comentar algunos versículos de la biblia. “Me encantaba” recuerda, y yo la imagino como la gran oradora que es en escenarios que pueden ser un colegio, un club de madres, o en la mismísima sede de Naciones Unidas en Nueva York o Ginebra donde habla de derechos, propone leyes y políticas públicas, expone sobre la violencia de género y su relación con el VIH. Violeta pasa más de cien horas al año metida en aviones y aeropuertos; le gusta y la cansa.

La guarida

Cuando nos conocimos en 2004, Violeta vivía en casa de sus padres en un espacio que había construido a su medida. Un rincón personalísimo lleno de objetos cargados de historias. Era su guarida. Hace algunos años la familia se mudó y Violeta se fue con ellos acarreando su nido, su templo al que hoy me permite entrar.

Una vez más se acomoda el cabello larguísimo, sabiéndolo parte de su atractivo, los labios carnosos, rojos, los ojos bien maquillados, las uñas cuidadas. Enseña su guarida como quien muestra una obra de arte posmoderno, un collage, un mercado persa donde no cabe ni un alfiler. La única pieza simple es la cama, el resto viene doble, triple o por docenas: estantes, roperos, espejos, cremas, esmaltes, zapatos, carteras, maletas, bolsas, bufandas, fotografías, diarios, cuadernos, colgadores, cinturones, pulseras, anillos, artes y collares. “Deben ser unos 500” comenta como si nada. Si no fuese por la cantidad de libros de antropología, religión, feminismo, Kristeva, Freud, Foucault y una veintena de producciones propias, este sería el cuarto de una adolescente muy coqueta.

“El VIH te hace mirar tu vida en retrospectiva”, reflexiona mientras camina, y el ejercicio de repasar lo vivido la ayuda a plantearse el presente. “El pasado ya fue, trajo cosas buenas y malas pero no se puede modificar: pasó”, explica. El futuro tampoco podemos manejarlo porque no está en nuestras manos. En cambio el presente sí. Por eso ella vive cada día como si fuese el último, literalmente. Violeta depende de una pastilla diaria por el resto de sus días: “TEL: tenofovir, efavirenz y lamivudina”, repite como el padrenuestro y para no caer en lamento alguno se da la vuelta y señala la cantidad de fotografías con las que ha empapelado una pared de su sala donde está siempre sonriente. “Quiero que me recuerden así”, sentencia.

El miedo y la sobrevivencia

Los padres de Gracia Violeta Ross Quiroga bautizaron a todos sus hijos inspirados en personajes bíblicos. Dorcas, Dámaris y Samuel mantuvieron sus nombres menos Gracia a quien todos conocen por Violeta. “Gracia es la hija de Dios, la chica de la iglesia. Y Violeta es la loca, la que se fue a bailar”, vuelve a mostrar sus dientes grandes y reilones porque sabe exactamente lo que dice: que la locura de la mujer está estrechamente vinculada a la libertad y a la autonomía que comienzan por el propio cuerpo. 

Porque su historia fue así. Decepcionada del amor no correspondido que prefirió a su hermana, Violeta decidió descartar la vía pía y optar por “el intento hippie”, cuenta riéndose de su propia descripción: sexo, drogas y rock and roll. Para entonces, Violeta era Violeta y estudiaba antropología en la universidad y junto a la inseparable Dorcas saltaban por el balcón de su casa y salían de fiesta a escondidas, cada una por su lado, hasta que una noche Violeta caminó sola y ebria a las 3 de la mañana y dos hombres la violaron.

Estamos en un café y ella que gusta vestir del color de su nombre, hoy está de rojo. Pide chocolate, agarra una hoja en blanco, me la muestra y dice “ésta soy yo”. Luego la arruga hasta volverla una bolita y sigue: “ésta es la violación”. La vuelve a extender y concluye: “nunca logras borrar las huellas de una violación.”

Poco después de aquel incidente Violeta fue diagnosticada con el VIH. Sin embargo, con la madurez del camino recorrido y con la valentía de quien afronta su vida para “nunca más tomar las decisiones incorrectas”, Violeta es capaz de reconocer que es probable que el virus lo haya contraído en otro momento. Nunca lo sabrá con certeza y porque quizá el error no haya sido no usar condón sino escoger mal a sus parejas. La vida en retrospectiva.

Enterada de su diagnóstico Violeta quiso morir, morir de verdad. El VIH era tan desconocido, tan terrible que sólo podía provocar miedo. Temía el rechazo de su familia. “Creía que me botarían a un rincón de la casa como sucede con mucha gente porque uno espera de los hijos éxito, buenas noticias, un título importante. No espera que le digan: ‘tengo el VIH’”. Pero la respuesta de sus padres fue el amor más grande del mundo.

Ese gesto amoroso fue suficiente. Violeta salió a la luz cargando un virus en el cuerpo que paradójicamente ha sido su mayor fortaleza. “Llegó el VIH y tuve que asumir. Mi liderazgo ha sido a la fuerza porque cuando sientes que tu vida depende de eso, aprendes”, dice. Desde entonces, ella y otros compañeros fundaron la Red Nacional de Personas Viviendo con el VIH y SIDA en Bolivia (REDBOL) el año 2000. Juntos libraron miles de batallas y dos guerras. Van por la tercera.

Toda guerra tiene sus muertos

Al principio los apedreaban, los echaban del trabajo, no les recibían los billetes, les negaban una visa, los desterraban de la comunidad, los señalaban en la calle, los dejaban morir. Con semejante estigma la única aspiración de quienes portaban el VIH era vivir unos años más o morir lo más dignamente posible. Eran pequeños grupos dispersos en La Paz, Cochabamba y Santa Cruz que se reunían para compartir sus penas sin ninguna visión política. Sin esperanzas y sin medicamentos, los compañeros se iban apagando uno a uno y el ritual se repetía: enterrarlos lamentándose. Los más afortunados recurrían a costosos tratamientos fuera del país. Pasaron dos años restando compañeros hasta que finalmente llegó el sacudón.

El año 2002 es épico: 52 de estos hombres y mujeres viviendo con VIH en Bolivia, presentaron una demanda ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos reclamando su legítimo derecho a la vida que el gobierno boliviano no podía soslayar. Y ganaron: lograron que el Estado se hiciera cargo de los medicamentos necesarios para afrontar el virus pero éstos llegaron dos años después. Para entonces, de los 52 compañeros que firmaron la demanda, sobrevivían 22. Hoy viven siete.

En Bolivia las cifras van en aumento: 1.600 casos en 2013, 1.800 en 2014 y 300 nuevos casos sólo en los dos primeros meses de 2015. La cantidad de niños y población rural afectada crece cada día y la preocupación de Violeta es la falta de recursos porque el mayor apoyo llegaba de la cooperación internacional que ahora se va del país. Los 10 millones de dólares que recibió el Estado en 5 años para infraestructura, medicamentos, recursos humanos, laboratorios, pruebas, insumos y prevención, se han reducido a 10 millones de bolivianos. Por eso la nueva batalla será lograr que los gobiernos departamentales y municipales asignen recursos específicos para sus poblaciones. El desafío es inmenso pero hay esperanza.

Las gracias de Gracia

La sala de la casa de sus padres está llena de fotos y Violeta ostenta las suyas, las de su matrimonio. Hace dos años se casó con Oswaldo. “He estado más enamorada, pero muy mal enamorada”, comenta mientras hojea el álbum de su boda que está rotulado con su primer nombre, Gracia. Señala una a una a sus amigas: esta es una compañera con VIH, ella también, ella es compañera del colegio, otra compañera con VIH, ella es de la universidad, esta niña fue mi dama, tiene VIH, ellos dos son compañeros de la Red, viven con VIH. Y así. “Todos mis amigos pensaban que me iba a casar con alguien con VIH pero no”, se jacta. Ahora que le pregunto aprovecha para contar lo que parece una reflexión que sigue tejiendo. Dice que Oswaldo es mucho más que el hombre que superó con creces una lista “totalmente frívola” que tenía en sus años de adolescente, cuando exigía a sus novios requisitos. Quería hombres altos, mejor si eran negros, mejor si no tenían hijos y… más”. Osvaldo incumple todos sus requisitos. Porque los requisitos, igual que ella, cambiaron.

Oswaldo asumió el tema del VIH con total naturalidad, perdió a sus amigos porque lo criticaron y optó por Violeta a quien respeta y con quien comparte el discurso de género. Pero además “su esposo”, como le gusta llamarlo, es el aire que la saca de un mundo a ratos asfixiante. 

Violeta eleva la voz y devela su cansancio: “ya no quiero enterrar más muertos ¡estoy cansada de enterrar muertos!”

Oswaldo es como un reloj que marca los segundos sin que apenas ella oiga el sonido de las manijas; la acompaña y ordena su vida alborotada. De él aprendió a levantarse más temprano, a no acostarse a las cuatro de la mañana después de mucho trabajar y a organizar su agenda.

El virus se reproduce cada día y medio. Sin la medicina que Violeta toma antes de acostarse puede morir y a veces la mata el dolor de su estómago cansado. Lo único que la alivia es el helado de canela. Canela, el nombre de su perra. “Hay momentos en que quiero tirar la medicina pero tampoco la quiero perder. Es terrible porque llegas a amar tu castigo” dice.

Su muerte, a  pesar de todo, no ocupa demasiado sus pensamientos. Lo único que tiene claro es que cuando ocurra, Dorcas se encargará de editar un libro con los diarios que tiene escritos y que su mamá pondrá una tienda con sus cientos de collares y accesorios. Nada más.

La maternidad es lo único pendiente en su vida y es también lo único que la hace llorar. El virus no la deja decidir, no tanto por una cuestión de salud sino por la probabilidad de su partida prematura. Antes decía: “un hijo sin padre no es justo para el hijo porque seguramente algún rato moriré”. Ahora que se ha casado y hay padre, piensa en el hijo sin madre. Vuelve a dudar y concluye a su modo: “Se muere intranquilo quien no ha logrado todo. Por eso es difícil decidir el tema de un hijo porque si tengo un hijo querrá decir que he vivido todo y estoy lista para morir. Postergar la decisión de tener un hijo te puede mantener viva”.

Violeta va y viene, Violeta duda, Violeta se indispone, a ratos llora. Violeta no es invulnerable. El traje de líder le calza como a nadie pero confiesa que guarda sus propias penas porque no quiere que los compañeros se victimicen. Está cansada. “Odio la muerte, odio la enfermedad. Mi vida es luchar contra eso”, exclama, por eso Violeta no va a los hospitales, no le gusta para nada. “Voy al hospital sólo una vez cuando alguien es nuevo. Y le digo: compañero, sólo conozco dos caminos, uno es morir y el otro vivir. Cuál de los dos eliges”.

Después de 15 años de liderazgo, medicamentos gratuitos para miles de ciudadanos bolivianos, una ley que protege sus derechos, presupuesto para su salud, muchos compañeros muertos, infinidad de campañas, reuniones, discursos, paneles, textos, tiempo y vida entera, ella llena hoy un cuestionario de ONG que le pregunta: ¿Cuál es tu causa? (el motivo, el sentido de tu vida, de tu lucha). Violeta sonríe a sus anchas y con la picardía de esa niña de 9 años que reclamaba sus derechos, escribe: “¡Quiero dormir!”.

Texto publicado en “Latinoamérica se mueve”, crónicas sobre activistas, HivosDinamarca en Bolivia, 2017.

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